

 El valor de lo cotidiano: 
encontrar belleza en lo simple
A
 menudo asociamos la belleza con lo extraordinario: un atardecer en una 
isla lejana, una obra de arte imponente, un momento perfecto que parece 
salido de una película. Pero lo cierto es que gran parte de la vida 
transcurre en lo cotidiano, en los pequeños gestos que se repiten día 
tras día. Y es allí, en ese espacio aparentemente insignificante, donde 
también habita una forma profunda y silenciosa de belleza.
Tomarse
 un café en la mañana mientras la ciudad despierta, tender la cama con 
cuidado, regar una planta, recibir una sonrisa inesperada. Todo eso, si 
se observa con atención, tiene una textura emocional que va más allá de 
la simple acción. Son actos que en apariencia no cambian el mundo, pero 
que sí modelan nuestra forma de estar en él. La rutina, lejos de ser 
enemiga del asombro, puede ser un terreno fértil para la contemplación 
si aprendemos a mirarla con nuevos ojos.
Vivimos
 en una cultura que premia la productividad, la novedad constante, el 
ruido. Se nos dice que lo importante es avanzar, lograr, destacar. Pero 
en ese afán, muchas veces pasamos por alto lo que ya tenemos. Lo 
cotidiano no suele hacer ruido. No busca likes, no genera titulares. 
Pero está ahí, sosteniéndonos día tras día, dándonos estructura, calma y
 sentido. En el fondo, es lo que verdaderamente configura nuestra 
existencia.
Aprender
 a valorar lo simple no es conformismo, es una forma de resistencia. Es 
elegir la profundidad por sobre la espectacularidad, lo verdadero por 
sobre lo inmediato. Cuando somos capaces de encontrar belleza en lo 
cotidiano, ganamos libertad. Porque dejamos de depender de grandes 
eventos para sentirnos plenos. Comenzamos a ver con claridad lo que 
antes pasaba desapercibido: el sonido de la lluvia en la ventana, el 
aroma de una comida casera, la ternura de un silencio compartido.
Además,
 la belleza de lo cotidiano es profundamente humana. No exige 
perfección. Al contrario, se construye a partir de lo imperfecto, de lo 
simple, de lo que está al alcance de la mano. Nos recuerda que no hace 
falta escapar para estar bien, que no todo lo valioso tiene que ser 
grandioso. A veces, basta con estar presentes, con detenernos un momento
 y observar con atención lo que normalmente damos por sentado.
Redescubrir
 lo cotidiano es, en cierta forma, reencontrarse con uno mismo. Es 
volver a habitar los propios días con más conciencia, con más gratitud, 
con más ternura. Es entender que la vida no siempre se mide en eventos 
extraordinarios, sino en cómo decidimos vivir los momentos comunes. Y 
cuando logramos hacer eso, algo cambia: lo cotidiano deja de ser una 
carga y se convierte en un refugio, una fuente de belleza constante, 
tranquila y profundamente real.