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  “Los Cinco Sentidos del Mundo” Cada entrega explorará un lugar, cultura o fenómeno desde un sentido específico: la vista, el oído, el olfato, el gusto o el tacto. Para comenzar, elijo el sentido del olfato , y nos vamos a sumergir en un país donde los aromas lo impregnan todo: India . Los Cinco Sentidos del Mundo: India, el País que Huele La India no se mira primero, se huele. Antes de que los colores cieguen, antes de que los tambores resuenen o las especias abracen el paladar, el primer contacto es el aire: denso, vivo, inconfundible. Es una sinfonía de aromas que no se detiene, una corriente invisible que transporta siglos de historia, fe, cocina y tierra caliente. El incienso y lo sagrado En cada templo de la India, desde los ghats de Varanasi hasta los santuarios de Tamil Nadu, el olor del incienso es omnipresente. Los palitos arden lentamente frente a estatuas cubiertas de flores, creando una atmósfera mística, entre lo terrenal y lo divino. El sándalo, el jazmín, e...

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Mirar por la ventana: el arte de estar sin hacer

Hay un momento que parece no valer nada y, sin embargo, lo contiene todo: quedarse quieto, sin propósito aparente, simplemente mirando por la ventana. Es un gesto casi invisible, tan cotidiano que rara vez se detiene uno a pensarlo. Pero en ese acto mínimo —sin ruido, sin meta, sin productividad— hay una forma de contemplación que la vida moderna ha tratado de borrar con listas de tareas y pantallas encendidas. Mirar por la ventana, aunque no lo parezca, es un ritual ancestral. Es lo que hacían los sabios, los niños, los poetas y los ancianos: dejar que el mundo pase, sin intervenir, y aprender a existir desde la simpleza.

Uno se sienta, se recuesta o simplemente se detiene en medio del tránsito doméstico, y los ojos buscan un punto más allá del cristal. Tal vez sea un árbol meciéndose con el viento, o las luces de los autos dibujando líneas líquidas en el asfalto mojado. Tal vez sea el vuelo de una paloma, o las cortinas del vecino que se mueven con un vaivén tranquilo. No importa qué haya del otro lado. Lo importante es que, por unos minutos, uno deja de ser quien debe hacer, decir, resolver. Y empieza a ser quien simplemente observa. La mirada deja de buscar sentido. Y es ahí, en ese espacio suspendido, donde la mente se descomprime.

Mirar por la ventana también es una forma de conectar con el tiempo real, no con el del reloj, sino con el del mundo que respira afuera. Las nubes avanzan, las sombras cambian, una flor se abre o se cierra sin apuro. Es el tiempo de la naturaleza, de los ritmos que no obedecen a nadie. Y al observarlos sin interferencia, uno empieza a recordar que la vida no es solo velocidad ni rendimiento. Hay sabiduría en la pausa. Hay presencia en el no hacer. Porque no mirar para obtener respuestas, ni para calcular, ni para evaluar: mirar para estar.

En la infancia, mirar por la ventana era una puerta a lo desconocido. El mundo exterior parecía infinito, lleno de misterios por descubrir. Con el tiempo, esa capacidad de asombro se va ocultando bajo la costra de las obligaciones. Pero bastan unos minutos frente al vidrio para que resurja. A veces, mientras se mira sin pensar, aparece una idea que había estado escondida. O una emoción antigua que necesitaba ser sentida. O simplemente un suspiro, como quien suelta algo que ya no necesita cargar. Por eso este acto tan sencillo puede ser también terapéutico: porque no pide nada, no exige nada, no espera nada. Solo nos permite volver a nosotros mismos.

Mirar por la ventana no es escapismo, como algunos creen. Es presencia. Es contemplar el mundo sin interferencia y, al mismo tiempo, contemplarse a uno. Y cuando el momento termina, cuando uno se levanta y vuelve al flujo del día, algo ha cambiado. Quizás no se pueda nombrar, quizás no se note a simple vista, pero dentro hay más espacio, más silencio, más claridad. Así de poderoso puede ser un gesto tan pequeño. Así de transformador puede ser, simplemente, mirar.

 

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