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La memoria del cuerpo: lo que recordamos sin pensar

Hay recuerdos que no viven en palabras ni en imágenes, sino en el cuerpo. Sensaciones que aparecen sin aviso: un nudo en el estómago al oír cierta melodía, una tensión en los hombros cuando alguien alza la voz, una calma inesperada al sentir el sol en la piel. Esas memorias no vienen de la mente racional, sino de una parte más antigua, más profunda. El cuerpo, aunque a veces lo olvidamos, también recuerda.

A lo largo de la vida, el cuerpo ha estado presente en todo: en las alegrías, en los traumas, en los momentos de amor y de miedo. Ha registrado cada experiencia con una precisión silenciosa. Donde la mente a veces elige borrar o distorsionar, el cuerpo guarda. Y lo hace a través de posturas, reflejos, hábitos físicos que muchas veces repetimos sin saber por qué. Por eso, cuando hablamos de sanar, no basta con entender. Hay que sentir, habitar, permitir que el cuerpo también diga lo suyo.

La memoria corporal no siempre es evidente. Puede esconderse en una forma de caminar, en la rigidez de una mandíbula, en la forma en que respiramos sin darnos cuenta. Pero está ahí, activa, afectando cómo vivimos el presente. Un antiguo miedo puede traducirse en una contracción constante. Una vieja herida puede hacernos desconfiar sin motivo claro. Por eso, aprender a escuchar el cuerpo es también una forma de conocerse.

Las prácticas que trabajan con la conciencia corporal —como el yoga, la danza, el tai chi, incluso el simple acto de estirarse al despertar con atención— no solo sirven para el bienestar físico. Son puertas hacia esas memorias más sutiles. Al mover el cuerpo con conciencia, algo se desbloquea. A veces una emoción contenida desde hace años emerge sin aviso. A veces basta un gesto, una posición, para que algo se acomode adentro.

También hay memoria en los gestos que nos hacen sentir seguros. Una forma de abrazar, una canción que nos acompaña desde la infancia, el olor de una comida hecha con cariño. El cuerpo responde a eso. Se relaja, se abre, se siente en casa. No necesita entender por qué: solo sabe. Y en esa sabiduría silenciosa hay algo profundamente sanador.

Del mismo modo, el cuerpo puede aprender nuevas formas de habitarse. Si hemos vivido con miedo, podemos enseñarle a confiar. Si lo hemos ignorado, podemos empezar a escucharlo. No hay un camino único, ni un resultado garantizado, pero sí una certeza: el cuerpo cambia cuando lo miramos con respeto, cuando lo tratamos como lo que es —un archivo vivo, un instrumento sensible, una casa que también merece cuidado.

Aceptar que el cuerpo tiene memoria es también reconciliarnos con nuestras contradicciones. Entender por qué a veces reaccionamos de forma desmedida, por qué ciertas situaciones nos duelen más de lo que “deberían”. No se trata de justificar todo, sino de comprender que no todo viene de lo lógico o lo reciente. A veces, hay heridas antiguas que el cuerpo intenta proteger. Y reconocer eso, lejos de debilitarnos, nos humaniza.

Así, cada movimiento se vuelve mensaje. Cada respiración puede ser un acto de reencuentro. Cada momento de silencio corporal —ese en que uno se queda quieto, atento, sintiendo— es una invitación a recordar desde otro lugar. No desde la cabeza, sino desde lo hondo.

Porque, al final, somos más que pensamientos. Somos también músculos que tiemblan, piel que guarda, cicatrices que hablan. Y si tenemos el coraje de escucharlo, el cuerpo puede contarnos una historia distinta: no solo de lo que nos dolió, sino también de todo lo que hemos sobrevivido. Y de todo lo que, con el tiempo, podemos volver a sentir sin miedo.



 
 


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