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La belleza de lo inacabado: vivir en proceso

Nos han enseñado a buscar el final, a cerrar ciclos con éxito, a mostrar resultados claros. A terminar lo que empezamos como si eso, y solo eso, definiera el valor de las cosas. Pero, ¿y si el verdadero sentido estuviera en lo que no se termina del todo? ¿En lo que queda abierto, imperfecto, todavía creciendo? Lo inacabado no es un error: es un espacio. Es la prueba de que estamos vivos, en movimiento, en transformación constante.

La vida misma es un proceso que no se completa mientras estamos en ella. No hay un punto exacto donde podamos decir “ahora sí, ya está todo hecho”. Siempre hay algo que se ajusta, que se cae, que se replantea. Siempre hay una pregunta nueva, un deseo que cambia, una versión de nosotros que se asoma. Pretender ser una versión acabada es como intentar atrapar el viento: una ilusión que agota. Lo inacabado, en cambio, nos libera del deber de ser perfectos.

La belleza de lo inacabado también está en las cosas que no salen como esperábamos. Ese proyecto que dejamos a medias pero que nos enseñó algo. Esa conversación que quedó sin cerrar pero nos dejó pensando. Esa relación que no tuvo final feliz pero sí momentos reales. No todo necesita cerrarse con broche de oro para haber sido valioso. A veces, lo importante fue intentarlo. Estar ahí. Participar del proceso.

En el arte, por ejemplo, lo inacabado tiene una larga historia de admiración. Bocetos que revelan la mano del creador, ruinas que hablan del paso del tiempo, obras que dejaron de crecer porque la vida las interrumpió. No están completas, pero sí llenas de sentido. De humanidad. De verdad. Lo mismo ocurre con nosotros. No ser del todo “hechos” no nos resta valor. Nos vuelve más reales.

Aceptar que estamos en proceso es también una forma de cuidado. Nos permite equivocarnos sin destruirnos. Cambiar de opinión sin culpa. Dejar espacios abiertos sin ansiedad. Y nos permite mirar a los demás con más compasión. Porque si yo no soy una obra terminada, tú tampoco. Todos estamos intentando algo, buscando algo, sosteniéndonos como podemos. El juicio se vuelve más suave cuando entendemos que nadie tiene todo resuelto.

Lo inacabado tiene otra virtud: nos deja margen para la sorpresa. Si todo estuviera definido, no habría lugar para lo nuevo. Pero lo que está abierto todavía puede transformarse. Un error puede volverse descubrimiento. Un camino interrumpido puede retomarse más adelante. Un sueño abandonado puede renacer con otra forma. Lo inacabado es terreno fértil. Es oportunidad. Es posibilidad constante.

Y sí, a veces también duele. Porque el deseo de cerrar, de entender, de concluir, está muy arraigado. Nos da seguridad. Pero no siempre es realista. Y no siempre es necesario. A veces, lo más sabio que podemos hacer es quedarnos en ese lugar intermedio. Sostener el “todavía no”. Respirar dentro de lo que no entendemos del todo. Esperar sin apuro que las cosas se revelen cuando estén listas.

Vivir en proceso es vivir atentos. No anclados en el pasado ni obsesionados con el futuro. Sino aquí, ahora, en medio del camino. Con lo que hay. Con lo que falta. Con lo que se cae y se vuelve a armar. Porque ahí también hay belleza. Una belleza más cruda, más honesta. Una belleza que no necesita aplausos, sino presencia.

Y quizás, si aprendemos a habitar lo inacabado, descubramos que la plenitud no está en llegar… sino en seguir. En caminar sin saber del todo a dónde vamos, pero sabiendo que cada paso, incluso los que dudan, también forma parte del viaje.


 
 


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