
El arte de observar: volver a mirar lo que siempre estuvo ahí
En
 medio del ritmo acelerado de los días, muchas veces pasamos junto a las
 cosas sin verlas realmente. Caminamos por las mismas calles, saludamos a
 las mismas personas, usamos los mismos objetos, pero los ojos van 
apurados, distraídos, ocupados en lo que sigue. Observar de verdad es 
cada vez más raro. Y sin embargo, en ese acto tan simple —mirar con 
atención— puede esconderse una transformación profunda.
Observar
 no es solo mirar. Es detenerse. Es enfocar. Es permitir que algo, por 
pequeño que sea, nos revele un detalle nuevo. Puede ser la forma en que 
la luz cae sobre una mesa, el sonido que hace el viento en una persiana,
 la manera en que alguien sostiene su taza de té. Son cosas mínimas, sí.
 Pero en ellas, si estamos presentes, cabe todo un mundo. El arte de 
observar es, en cierto modo, una forma de volver a empezar.
Cuando
 realmente observamos, algo cambia en nuestro interior. Nos salimos del 
piloto automático, del relato repetido, del juicio inmediato. Nos 
abrimos a la curiosidad. A veces, lo que creíamos conocido se vuelve 
misterioso. Lo que dábamos por sentado, se vuelve valioso. Y así, la 
vida cotidiana recupera su textura. El mundo se vuelve más ancho, más 
rico, más humano.
Observar
 también es una manera de conectar. Con el entorno, con los demás, con 
uno mismo. En una conversación, mirar al otro con atención es una forma 
de cuidado. No interrumpir, no pensar en qué responder, sino estar ahí, 
realmente. Escuchar con los ojos. Acompañar con la mirada. En un tiempo 
donde todo se apura, la presencia se ha vuelto un regalo. Y ese regalo 
comienza por observar.
Hay
 disciplinas que se nutren de esta práctica: la fotografía, el dibujo, 
la escritura, la meditación. Todas, de algún modo, entrenan la mirada. 
Enseñan a ver lo que está más allá de lo evidente. Pero no hace falta 
ser artista para desarrollar ese arte. Basta con elegir un instante del 
día —uno solo— y estar ahí por completo. Puede ser mirar cómo hierve el 
agua, cómo alguien duerme, cómo se mueve una hoja en el viento. En ese 
instante, el tiempo cambia de textura. Se vuelve más lento, más vivo, 
más real.
Observar
 también nos enseña sobre nosotros mismos. A veces, lo que miramos 
afuera refleja lo que llevamos dentro. Lo que notamos dice mucho de lo 
que sentimos. Y si prestamos atención a nuestras propias reacciones —a 
lo que nos conmueve, a lo que evitamos, a lo que nos provoca ternura o 
rechazo— podemos descubrir verdades silenciosas que no siempre decimos 
en voz alta. Observar, entonces, no solo revela el mundo: nos revela.
Este
 arte también se puede cultivar en lo difícil. Observar una emoción sin 
apurarla. Mirar un pensamiento sin juzgarlo. Ver el miedo como se ve una
 nube: cambiante, pasajero, sin necesidad de actuar de inmediato. 
Observar nos da tiempo. Nos da espacio. Nos ayuda a responder en lugar 
de reaccionar. A elegir en lugar de repetir.
Y
 quizás eso sea lo más valioso: que observar es una forma de volver al 
presente. De habitarlo. De elegirlo. En lugar de perdernos en lo que 
pasó o lo que vendrá, podemos quedarnos, aunque sea por un momento, en 
el aquí y ahora. No para huir de la realidad, sino para verla tal como 
es. Y desde ahí, construir algo distinto. Más consciente. Más humano. 
Más nuestro.
Porque
 al final, la vida está llena de cosas invisibles a los ojos cansados. 
Pero si aprendemos a mirar de nuevo —como si fuera la primera vez—, 
descubriremos que lo extraordinario no siempre está lejos. A veces, está
 justo frente a nosotros. Esperando, simplemente, a que lo miremos con 
más alma.
